sábado, 8 de noviembre de 2014

Una persona: 'Orlando' de Virginia Woolf


Por Tesa Vigal

Persona, ser humano más allá del género y el tiempo. De eso trata esta inclasificable novela que atrapa con la suavidad del terciopelo, la rotundidad de la muerte y la belleza de un bosque salvaje.

Virginia Woolf nació el 25 de Enero de 1882 y murió el 29 de Marzo de 1941, suicidándose metiéndose en un río tras haber llenado sus bolsillos de piedras. Nunca fue al colegio. En su infancia estudió en casa y leyó incansablemente en la biblioteca de su padre. Dos citas muy significativas tanto del contenido de su obra como de su vida: “La vida es un sueño, el despertar es lo que nos mata”. Y “es mucho más difícil matar a un fantasma que a una realidad”. 


Sólo he leído de ella otro libro: ‘Señora Dalloway’, que no me dejó ninguna huella. Nada que ver con ‘Orlando’. Sus otras novelas no me han dado ganas de leerlas por los comentarios de gente. Así que repito esta reseña sobre ‘Orlando’ trata sobre este libro único y no sobre el resto de su obra.

Sin embargo el escritor Cunningham escribió una interesante novela, ‘Las horas’, sobre la gestación de ‘Señora Dalloway’ y el efecto de su lectura en dos mujeres de diferentes épocas. Se ha llevado al cine recientemente por Stephen Daldry, para mí de manera fascinante, en una de esas películas que son mucho más imborrables que el libro en el que se basan. Encarnada la escritora por una gran interpretación de Nicole Kidman y otra magnífica de Julianne Moore y de Meryl Streep.

‘Orlando’ se llevó al cine por Sally Potter y protagonizada por Tilda Swinton. Ver fotos abajo. 

Novela de intenso poder evocador, plagada de imágenes fascinantes y todo el despliegue poético (en su sentido más profundo y vital). En cualquier otro escritor una historia con ese argumento, una persona que va cambiando de sexo y de época, se clasificaría como literatura fantástica (de hecho este libro lo he visto etiquetado así en alguna parte). Pero es un libro que trasciende cualquier género por su profunda sutilidad laberíntica. En ese sentido, sin embargo, pueden rastrearse pasajes que recuerdan a la futura forma de contar, llamada realismo fantástico, de un García Márquez. En realidad se trata de invocar esa frontera onírica que a veces viene contenida en la propia realidad. 

Trata sobre un adolescente del siglo XVI inglés, que aspira a dejar una huella útil de su paso por el mundo. Aspira a la huella material y anónima de tantas manos sin nombre. Anónimas esa es la clave: lo que importa es la obra, no quien la hizo. No importa si fue un hombre o una mujer, creyente o escéptico... Al final lo que importa es lo que sintió y lo que materializó. 


La vida de Orlando, el protagonista, le lleva después a Constantinopla y allí le sucede algo insólito por lo profundo y crucial de la experiencia: después de una fiesta se va a la cama y duerme, duerme, duerme sin que nadie pueda despertarlo durante 7 días (de nuevo un símbolo de un ciclo completo, esta vez encarnado por un número mágico y esotérico). Y cuando despierta es una mujer.

El dormir. Estado del alma, o viaje a otra dimensión, que es también fuente simbólica por dos razones. Una que durante ese tiempo el exterior está de alguna manera “paralizado” como nuestro cuerpo. Un periodo de paréntesis, de pausa enigmática. La segunda que durante ese tiempo es posible el sueño. El acceso directo a nuestro inconsciente, y quizá también al colectivo. Contacto con nuestra parte más sabia y con ese lado misterioso de la vida que se desdibuja, rozando otras dimensiones. Una “muerte” diaria...

Sí, de repente se despierta y se ha convertido en una mujer, con todo el recuerdo de su pasado intacto, su misma cara, su misma identidad. Paso inevitable en cualquier viaje iniciático, la trascendencia del género para poder convertirse en un ser que abarca a ambos sexos, haciendo así posible el Amor: la experiencia de ser una persona. Más allá de etiquetas y prejuicios. El escalón que permite volar aunque no lo provoca directamente. Sólo lo hace posible. Otro sexo pero igual identidad. La identidad está más allá del sexo y la esencia, si existe, también. 
Nicole Kidman en 'Las horas'

Después de esa transformación abandona su puesto de embajador y huye por los campos con una tribu de gitanos vestido (ahora “vestida”) con la casaca y los bombachos turcos que pueden vestir ambos sexos. Y vive con ellos hasta que empiezan a recelar de su actitud contemplativa y solitaria, de su viejo amor por la naturaleza, de su vena poética...

Cuando tiene que vestirse de mujer para volver a Inglaterra y descubre la manera absurda de tratar a las mujeres y lo que se espera de ellas se da cuenta de que esa naturaleza femenina (sumisa, recatada, etc.) es falsa. Pero lo más importante es esa capacidad, otorgada por su transformación, de estar fuera de ambos sexos y verles a ambos desde fuera.

También descubre lo bueno de la situación femenina: no tener que preocuparse de ambiciones externas y poder dedicarse a la contemplación y el amor, que como poeta reconoce ser lo mejor de la vida. La actitud más sabia y profunda.

La ironía entrelazada constantemente al describir la acción. Y lo sensorial entrelazado con los pensamientos. El resultado relativiza, fusiona, es sorprendente y revelador. O la ironía reinando en solitario en algunos párrafos. Ironía sutil y con matices surrealistas.

Juega a ser mujer, sabiendo que no es en el fondo de ningún sexo y de ambos a la vez. Y aunque se había transformado en una mujer, de vez en cuando sale vestida de hombre por las calles y goza del amor de ambos sexos. En un encuentro tumultuoso con un hombre en pocos minutos entrelazan sus vidas sin necesidad de contársela. En resumen él la dice de repente: “señora eres un hombre...”. Y ella le dice: “eres una mujer...”. Y la identidad siempre perenne en lo que nunca cambiaba en él/ella: carácter pensativo, introvertido, amor por la naturaleza y la poesía. Todo lo demás cambiaba y la gente es en lo que se fija porque es más difícil y peligroso descubrir y observar la base de lo que permanece. 


El tiempo desaparece y van pasando los siglos para Orlando, como si su transformación la hubiera sacado de la línea del tiempo y también lo contemplara desde fuera. Y los antiguos siglos tan vitales (del XVI al XVIII) dan paso al XIX. Un siglo puritano, lóbrego y artificioso, con los trajes femeninos más horribles y grotescos de toda la historia (el miriñaque, etc.).

A lo largo de los siglos sigue escribiendo, corrigiendo y reescribiendo un manuscrito titulado “la encina”, comenzado en su adolescencia en el siglo XVI. Y la búsqueda de la esencia de una persona (la misma que la de la vida y lo que se llama mundo) se hace desesperada en las páginas finales (ya en el siglo XX), cuando se han recorrido ya todos los pasillos y esquinas del laberinto que está a nuestro alcance. Y entonces y sólo entonces se comprende que eso no basta. Que el resto, lo que está más allá de nuestros límites es lo desconocido. Y allí, en lo desconocido, se agita y bulle eternamente el centro del misterio. Siempre a punto de ser rozado con la punta de los dedos y el borde del sexo, y siempre esquivo por su infinito movimiento en alguna dirección que no vemos, porque estamos dentro y no podemos verla desde fuera. O al menos, no todo el tiempo.

Constantes referencias a la ambigüedad y la ambivalencia. No sólo de sentimientos y sensaciones sino de sexos. Este último uno de los ejes de la novela, aunque para mí trata sobre la identidad personal más allá de géneros sexuales, y de ahí los saltos en el tiempo y las épocas de la misma persona, como una de las maneras más hondas y sencillas de considerar el posible funcionamiento de la reencarnación. Es la misma persona más allá de sus circunstancias, o a pesar de ellas. Funde perfectamente la influencia inevitable de la época en que nacemos y nuestro género sexual, pero dejando en evidencia una esencia escurridiza y misteriosa que las vive de manera única, personal. Así que ¿qué es una persona y dónde reside su esencia? 


Las historias personales aparecen sin necesidad de justificación, de manera independiente y misteriosa. Casi como un sueño: sucede lo que tiene que suceder y sólo eso, dejando en un segundo plano el entorno y sus datos. De la misma forma en que vemos nuestra vida al mirar hacia atrás, como una serie de escenas sueltas, independientes, irrepetibles y con la sensación a veces de un sentido subterráneo que se nos escapa.

La atmósfera es fundamental y muy fuerte. Presencia constante de olores, sonidos, climas, emociones... Un aire abarrotado de sensaciones. Y ese tropel sensorial y de remembranzas se agita por momentos, convirtiendo en siglos un segundo y dejando espacio a la contemplación y el deleite sensitivo: eso que conforma (esa materia de la que está hecha) ciertas películas atmosféricas que los que no saben paladear la vida llaman lentas, pero que los “golosos” vitales gozan profundamente. Y es que ‘Orlando’ pertenece a la familia espiritual de las películas de David Lynch o Wong Kar-wai (el fascinante director de la película “Deseando amar”, de la que escribí una reseña en http://www.peliculasecreta.blogspot.com). Espirales perturbadoras y laberínticas que, por eso mismo, apuntan al misterio del corazón, al centro de la vida.

Y me encantó la sensación que me transmitía de tiempo real, es decir subjetivo. Ese tiempo que puede hacer que, citando una frase de la novela: “salía con 30 años después de almorzar y volvía a cenar con 55 por lo menos”.


     

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