Por Tesa Vigal
Este peculiar libro, que estremece, está ambientado en un Caribe inquietante y pavoroso. Su autora, de vida peculiar a la que cuadran adjetivos parecidos dijo: “Hay en mi mente lagunas que no pueden colmarse” .
Nacida en la isla de Dominica, Antillas, en 1890. Otras
fuentes citan 1894. Llegada a Inglaterra a los 16 años, donde mal vive como
puede trabajando como corista y semi prostituida. Empieza así un tiempo nómada
recorriendo Europa, recalando principalmente en París y Londres, en compañía
del alcohol y la soledad en compañía. Un fiel retrato de esa forma de vivir
muriendo o morir viviendo es su impresionante novela “Viaje a la oscuridad”.
Se casó 3 veces, enviudó una y dos de sus maridos
acabaron en la cárcel. En 1919 pasa por Holanda y se casa con el periodista y
compositor Lenglet. Tuvo dos hijos pero el niño murió. Empezó a publicar en los
años 20 y 30, bajo patrocinio de Ford Madox Ford, pasando por completo
inadvertida. Se la olvida por completo entre 1939 y los 60. Quizá por su
constante de evitar los círculos literarios. Llegó a pensarse que había muerto,
hasta que inesperadamente publicó en 1966 esta novela de la que voy a hablar a
continuación, que causó gran impacto. En esa época vivía ya en una casita en el
campo inglés. Murió en 1979.
Actualmente es considerada un gran clásico
moderno. Su manera de escribir tiene una sobriedad apabullante, pero no seca
como la de un Carver, sino húmeda y emotiva, lo que la vuelve aún más
sobrecogedora. En sus libros abundan los personajes más vulnerables por su
inadaptación y sensibilidad que por su penuria o marginalidad. Sus vidas parecen
discurrir paralelamente al mundo exterior, a pesar de tener que luchar en él, a
veces incluso de manera sórdida, por la subsistencia. Y aún así, da la
impresión de que se mantienen en una pureza inevitable en cualquier situación y
circunstancia. Como si no pertenecieran a nada.
En ‘Ancho mar de los Sargazos’ es portentosa la
contracorriente en la que circula el escenario de la historia, porque se suele asociar
a una región como el Caribe con la alegría de vivir. Aquí sin embargo son otras
visiones personales las que se arrastran bajo su cielo hiriente. Las flores
enormes, los colores intensos, los perfumes agudos, las creencias radicales,
los animales escurridizos, las selvas tupidas y la lluvia torrencial producen
angustia y pena. Son amenazantes e incomprensibles, poniendo en evidencia el
misterio de lo excesivo, fiel reflejo de su protagonista.
Las sensaciones y sentimientos están contados
indirectamente, a través de los hechos y las percepciones del personaje. En lo
que se fija, lo que ve, lo que oye… Mucho antes de que Carver se pusiera de
moda y con una gran diferencia. Mientras en Carver esa forma de contar sólo
hechos alude a una forma de sentir amorfa, de esos momentos en los que no puede
ponerse nombre a los sentimientos, y por tanto a una situación de ignorancia
deliberada o inevitable, en Rhys sí tienen nombre pero se evita cuidadosamente.
En Rhys hay dolor, en Carver parece que no. En Rhys se sabe lo que se siente,
en Carver no se tiene ni idea. Pongo un ejemplo. Después de una escena
dramática en forma de hechos simplemente constatados, sin la menor sombra de
juicio, la protagonista oye a su lado cantar a alguien una canción de la que
oye un solo verso, antes de dormirse.
Esa ausencia de juicios, mirando lo que pasa como
un sueño, y a la gente que actúa, acentúa enormemente la trascendencia, el peso
propio de lo que ocurre, de lo observado. Remite al misterio del alma humana y
al significado profundo más allá de las palabras. Surgen así los valores por sí
mismos, automáticamente, llenando el hueco que le falta a la simple
constatación.
También se marca así la naturaleza extraña,
extranjera, del personaje que observa y como resultado suele encerrarse en su
habitación, su silencio, sus calles… Buscando sin explorar, esperando sin
citas, mirando sin ver, hablando sin dialogar. Con una insólita inocencia,
empapándose del regusto incomprensible del mundo y sus habitantes.
Especialmente de sus habitantes, que a veces
incluso llegan a parecer arcanos enigmáticos, colocados por algo en su camino,
por fuerzas ciegas y poderosas, casi siempre amenazantes. Y que desprenden la
sospecha de estar, probablemente, igual de incomunicados que el personaje
observador, aunque no sean extraños como ella.
Después de que una niña sea rechazada
violentamente por su madre, sólo comenta que en el trayecto de vuelta ella y su
acompañante adulta no hablaron. Y el lector se queda con el peso plúmbeo y
definitivo de ese silencio entre las dos, como si fuera la única materia de la
que estuviera hecho el mundo.
La profunda tristeza, esa que más que tristeza
alcanza la pena. Y la pena es por no tener lugar en el mundo. Por no haber
cabida para ella en la Tierra. Frases hondas y desgarradas con apariencia
distraída, como de pasada, porque es algo que hay que disimular, lo que aumenta
la tristeza. Por ejemplo: “Nadas digas y quizá no sea verdad… ¿Cómo pueden
saber lo que es vivir afuera?”. Y ese afuera señalado en cursiva.
Las respuestas del mundo llegan con frecuencia
impregnadas en malevolencia y despecho hacia la gente, como la protagonista,
demasiado sensible, o demasiado distinta.
Es una novela con un sorprendente y alternado
cambio de narrador. De primera persona de ella, a primera persona de él. Pero idéntica visión incomunicativa.
Presente también en la melancólica indiferencia de
los negros caribeños, impregnada por el viejo servilismo colonial. Por ejemplo
en el hecho de responder a la sencilla pregunta sobre su edad, con una
respuesta subjetiva destinada a complacer y llena de burla socavadora: “¿14?,
imposible”, “pues 57… ¿sí?”. Al fin y al cabo son el tipo de respuesta que
tiene tanta gente, inventarse la imagen que parece gustar, sin nada que ver con
la auténtica esencia. Esa renuncia a ser querido por uno mismo, que es tan
desoladora como significativa. Sobre todo por lo extendida que está.
Cada vez que leo una historia sobre seres
desadaptados, es como si de pronto cayera por un profundo pozo hasta darme de
bruces con la situación del ser humano en general. No la aparente, sino esa que
se desliza sinuosamente, incluso por debajo de la persona más adaptada
aparentemente, aunque en este último caso, su no pertenencia sólo se asome en
el silencio, poniéndola nerviosa como reacción.
En esta historia se suma la desubicación de los descendientes
de los dueños blancos de plantaciones en tierra extraña, con sus indios
exterminados, llena de negros antiguos esclavos, de blancos empobrecidos y
despreciados por sus congéneres y también por los negros, de seres extraños.
Esos seres que no pertenecen a ninguna parte, como consecuencia de las
circunstancias, o más dolorosamente aún a consecuencia de su propia naturaleza.
Ella y él, aislados y nadando como pueden en el
mar incomprensible de la presencia de cada uno. Con una rotundidad de apabullante
tristeza, esa que sólo surge de la lucidez constatadora. La que no quiere
juzgar porque no sirve de nada y se limita a sentir.
También está presente en esta historia el maldito
mecanismo, maldito por mentiroso, de entregar el vínculo afectivo a una
persona, a veces independientemente de quien sea esa persona, por simple
necesidad de expresión afectiva. Y una vez hecho el vínculo el imperioso deseo
de ser correspondido, retribuido, respondido por esa única persona en concreto,
que sin embargo hubiera podido ser cualquier otra. Tantas veces el amor es sólo
eso… Muy pocos lo ven, muchos lo sienten. Sería ridículo si no fuera por el
dolor que causa. El dolor es real, el vínculo también, la persona a quien se
está vinculado es irreal, no es ella en realidad quien produce, quien provoca
ese amor.
Y la historia se va cerrando tan radical como las
enormes flores del trópico, y tan inquietante como su esencia anidada bajo sus
pétalos de intenso color.